Parecía ser que las tocadas de culo, de teta, las metidas de mano,
los comentarios babosos en la calle, los manoseos por la policía, eran
todas cosas que venían en el pack de ser mujer... Mientras crecía fui
naturalizando la agresión, entendiendo que yo era apenas uno más de sus
engranajes. A los 14 años empecé a tener sexo, con lo cual mi universo
de agresiones sexuales se amplió. En mi primer polvo fui una muñeca
inflable... (Lucía Egaña Rojas)
Me vi a los 23 años en un motel parejero de Santiago de Chile. Tenía
novio, pero estaba demasiado aficionada a la autoridad de ese profesor
que era mi amante.Creo recordar que nos pegamos un polvo triste o flojo.
Mi cuerpo ovulaba y me sentía más inclinada al tribadismo que hacia la
penetración. Tenía mucho sueño. Quedaban 2 condones, le dije que NO
podríamos follar sin, y me dormí.
Desperté con el tipo corriéndose dentro mío y la sensación de que esto
me costaría un embarazo. Un mes después estaba abortando en una clínica
clandestina de un barrio periférico de Santiago. Durante años mantuve
una relación tensa, esporádica y ambivalente con ese profesor que, aun
sin saberlo, me había violado. Hasta el día de hoy él no sabe
interpretar mi silencio. Del silencio no hay nada que sospechar.
Para resolver esa violencia, la de mi violación, tuve que recurrir a
otra violencia estructural: un aborto ilegal en Chile. Tuve que pasarle
el cuerpo a una persona que no conocía, en un lugar que no sabía dónde
estaba, para que me inyectara algo que no sabía qué era y me sacara eso
que no tenía nombre como consecuencia de un acontecimiento que yo no
había provocado1.
Mi novio de aquel tiempo asumió la mitad del pago (500 euros en 2004),
la compañía y los cuidados. Omití las verdaderas razones del embarazo y
culpé a la mala fortuna. Me declaré parte del 1 por ciento de personas a
las cuales se les rompe el condón. Dije que siempre había usado
condones, cosa que, hasta un punto, era completamente cierta. Durante
los cuatro años posteriores al aborto usé anticonceptivos y condones al
mismo tiempo en cada penetración. Si el preservativo no era cien por
ciento efectivo, debía aumentar el control de mi integridad a través de
la hormonación sostenida.
Ahora me pregunto cómo pude haberme quedado callada, cómo pude yo
invisibilizar una violación. Me doy cuenta de que llevo una vida
asumiendo que dormir con alguien, desconocido o no, es un riesgo, como
si se tratara de una pastilla rosa en una fiesta o una película sin
reseñas. Un riesgo que se toma porque la vida está llena de ellos y no
pasa nada, y ante la evidencia de agresiones sexuales y sexistas
arraigadas como tumores en lo profundo de tu cuerpo y tu memoria,
sientes vértigo y una sensación de propio desconocimiento, pero sigues
viviendo y haciendo lo tuyo, incluido el feminismo.
Pedagogías de choque
Viví hasta los seis años en Alemania protegida por una fortaleza de
sudakas exiliados por la dictadura de Pinochet. Nunca nadie me tocó un
pelo. Fui una niña rabiosa y dulce a la vez. En 1985 viajamos a Chile.
Se hablaba de “retorno”, a pesar de que yo pisaba por primera vez ese
territorio que se me había descrito desde la nostalgia como lo más
entrañable del universo, siendo que no era sino un enclave de
neoliberalismo, represión y pobreza.
En esos días un primo comenzó a llevarme detrás de las puertas en las
reuniones familiares. Él tenía catorce y yo, seis. Me besaba metiéndome
la lengua profusamente, lo cual me resultaba asqueroso y perturbador,
pero como existía la posibilidad de que se tratara de prácticas
habituales en este nuevo contexto, no supe cómo reaccionar.
Migrar implica desorientación. Había llegado a un lugar en el que me
violentaba ver a niños de mi edad pidiendo limosna en la calle, en el
que me violentaba ser llamada “ahombrada”2 en la escuela, en el que me
violentaba el miedo que las personas a mi alrededor sentían hacia la
policía, ¿por qué no podían ser esos besos con lengua parte de esa
cultura de mierda a la que me tenía que unir por fuerza para pagar una
deuda histórica con raíces biográficas que, de momento, no reconocía?
Un día les comenté a mis padres que ese primo me daba besos con lengua.
Me dijeron de inmediato que eso no estaba bien y que hablarían con su
madre, mi tía. El pánico que sentí ante la posibilidad de hacer público
lo incorrecto—en mi condición de niña alemanota, que no se enteraba de
nada y en el contexto de mi ansia por ser aceptada en ese país al cual
no deseaba integrarme—me llevaron a desmentir en menos de 24 horas mi
acusación. Atribuí todo a mi subconsciente. “Soñé que él me daba besos,
no hay nada de lo que hablar con su mamá.”
Así fue como aprendí a besar, escondida detrás de la puerta, obligándome
a responder desde la sumisión como si se tratara de un trámite de
aduana. Y digo aprendí porque con los años, y a pesar del desagrado
inicial, fui asumiendo la experiencia como una eminentemente pedagógica.
Un año después, a los siete, en un mercadillo, un hombre al que nunca le
vi el rostro me metió la mano debajo de la falda. Su mano, que debe
haber sido del tamaño de mi cabeza, hizo un movimiento rápido y preciso
frotándome desde el clítoris hacia el culo. Me quedé como piedra y no me
atreví a decírselo a nadie hasta cinco años después. No debía haber ido
a un mercadillo con minifalda, era mi culpa. De manera temprana y
acelerada se depositó sobre mi subjetividad (y sobre mi cuerpo) la
percepción tanta veces descrita de que la agresión es responsabilidad
del agredido.
A los ocho años me gritaron por primera vez cosas en la calle. Que
estaba buena. Tres obreros de una construcción, a pocos metros. Que
estaba rica. Que era una mijita rica o algo así. No entendía cómo era
posible que se fijaran en una niña. No me sentí guapa, pero percibí la
marca que dejaba la minifalda en mi cuerpo y recordé que mi ropa podía
volverme vulnerable.
A los ocho o nueve años, en la playa, el ligue de mi prima de dieciséis,
sobrino de una amiga de mi mamá, se aficionó mucho por mí. Era un tipo
medio cuico3, rubio, grande, de unos 19 años. Me compraba dulces y me
buscaba, le gustaba pasear y charlar conmigo, y a mí me caía bien.
Una tarde en la que estábamos sentados en la playa me dio jugo en polvo.
Lo vertió en mis manos y me pidió que chupara esa mezcla de azúcar y
tinte artificial mientras él, que me tenía sentada en el hueco que
quedaba entre sus piernas, metía una mano dentro de mi calzón y me
incrustaba un par de dedos en el coño. No sentí dolor, sólo una
insoportable incomodidad. Le dije varias veces que mi madre me estaba
esperando, pero él no se inmutó. Mis manos estaban ocupadas con el polvo
que debía chupar y no lograba comprender bien lo que estaba sucediendo.
Solo sabía que debía evitar a toda costa volver a estar a solas con él.
Mi prima estaba encantada con su ligue. No se lo dije a nadie, y con el
tiempo el episodio fue perdiendo relevancia histórica.
Pequeña guarra
A los ocho años comencé a masturbarme. Usé la mano, velas, bolígrafos y
zanahorias. Usé aparatos que creaba yo misma con calcetines, condones y
bolsas de plástico. El manto de lo innombrable se extendió también sobre
estas prácticas. Mis fantasías masturbatorias y los juegos a los que
jugábamos con mis amigas se relacionaron desde un comienzo con la
sujeción y violencia.
Recuerdo médicos que ataban a las muñecas para inyectarles cosas en las
venas, proxenetas que explotaban mi cuerpo y lo vendían al mejor postor,
tíos que a golpes me obligaban a hacerle una felación a su jefe. Jugaba
a estas cosas a solas y acompañada, al tiempo que descubría el efecto
narcótico de los orgasmos y me embriagaba con la adrenalina de la
sumisión y lo prohibido.
Los referentes culturales dominantes le venían de perilla a estas
aficiones. Me sobaba con una amiga en la oscuridad de la cama mientras
nos comíamos una polla invisible obligadas por un hombre inmaterial,
agresivo y armado hasta los dientes. En el entorno feminista en el que
crecí, gestioné estos imaginarios con pudor. Formaban parte de aquello
inconfesable, incomprensible e inexplicable.
Pero siendo niña siempre existe la posibilidad de alegar ignorancia. Una
no sabe nada de ese mundo construido ya desde hace mucho y apenas
siente el derecho a intentar calzar con él. El deseo propio está muy
mediado por la capacidad o no de adaptarse a lo que se debe hacer. En un
punto creo que es difícil distinguir la diferencia entre deseo y deber.
Hay que vestirse, lavarse los dientes, comer. Limpia por fuera sucia
por dentro, se puede sobrellevar.
El entorno feminista de mi madre, sus amigas lesbianas, resultaban por
cierto estimulantes, pero no eran un muro que dejara fuera al
patriarcado. Este último, con toda naturalidad, tenía más poder que
cualquier espacio de seguridad feminista, permeando cualquier
posibilidad de contención, y de esa forma se incrustaba en mi cuerpo,
incluso en las imágenes de mi deseo.
Pactos con la normalidad
Las agresiones sexuales se sucedían como si pudieran dejar de resultarme
perturbadoras. En la adolescencia fui carne de cañón de los tocaculos
en la calle. Tantas veces ocurrió que muy pronto perdí la cuenta. Una
amiga fue violada dentro de su cuarto por un tipo que entró por la
ventana. Lo mío parecía, incluso a mí, una levedad que no merecía
atención alguna.
Parecía ser que las tocadas de culo, de teta, las metidas de mano, los
comentarios babosos en la calle, los manoseos por la policía, eran todas
cosas que venían en el pack de ser mujer, que pertenecían al mundo de
lo normal, como tantas otras cosas normales que incomodan o duelen. De
ese modo, mientras crecía fui naturalizando la agresión, entendiendo que
yo era apenas uno más de sus engranajes.
A los 14 años empecé a tener sexo, con lo cual mi universo de agresiones
sexuales se amplió. En mi primer polvo fui una muñeca inflable. Aprendí
a ejercitar la feminidad como nunca antes. Me hice experta, o al menos
eso creí. Aprendí a distinguir entre las agresiones propias de una
relación, las que han de ser toleradas, y las agresiones de la calle,
que no están bien. Me acostumbré a que siempre me la quisieran meter sin
condón, a que siempre me la quisieran meter, a dejarme meter, y hacer
cosas que no deseaba.
Hecha un pivón a los 14 me aficioné por los hombres mayores. Me protegí
con el mismo silencio con el cual pretendía resguardarme de las
agresiones que me amenazaban. De un material bastante acomplejado
construí un cuerpo deseable y desenvuelto. Perseguía la autogestión de
mi placer, aunque fuese pagando un precio, haciendo transacciones y
especulando en la bolsa del machismo.
Inadecuada
A los 15 años comencé a reaccionar. Cuando me tocaban el culo contestaba
gritando un par de insultos. Esto no es fácil, porque cuando te pegan
un agarrón sin previo aviso tu voz se introyecta, se convierte en
vocecita, y cuando al fin se recupera y das con el tono y el insulto
adecuados, no hay premio para el desacato del silencio.
Por el contrario, lo que recibes a cambio es bastante peor de lo que has
echado. Le gritas “cabrón” y te responden: “Qué tanto fea culiá, qué te
creís maraca concha tu madre”. Más rabia y más humillación mordiéndote
el culo, comiéndote la cabeza y ahora, más encima, insultándote.
Si bien yo me sentía afortunada porque a mí no me había tocado que un
hombre pobre me pusiera un cuchillo en el cuello o una pistola en la
cabeza y me la metiera como poseído por un demonio hasta correrse dentro
mío, en esos días mi cuerpo joven atraía la agresión en múltiples
formatos. Como la que resulta de ir a un casting para modelos de dibujo
donde te acaban tocando el coño y dejándote desnuda en medio de una
habitación fría, porque “tu cuerpo no va bien”, “no sirve”. Como dormir
con un amigo con el que no quieres follar que en medio de la noche te
despierta eyaculando sobre tu cuerpo con un gemido apagado. Como hacer
autostop en la carretera y como precio del aventón dejar que te metan
mano.
También percibir que en la medida en que te vas apropiando de tu placer
te vuelves cada vez más inadecuada: demasiado gritona, demasiado
caliente, demasiado peluda, demasiado rápida, lenta, gorda, silenciosa o
cualquier otra cosa excesiva. Que nunca en la posición precisa,
deseada. El juego es poder encontrar en esa inadecuación el rastro de
una misma, y pasarlo bien, o simularlo al menos.
Rabia sexual
A los 19 años trabajaba como profesora. A las 8:00 am un tipo me agarró
el culo en la calle. Pasaba un policía y lo detuve. El policía lo coge,
lo sitúa frente a mí y le dice: “La señorita dice que usted le tocó el
trasero. Todos ustedes los de la Pintana son iguales”. Le exige pedirme
perdón. El joven cabizbajo balbucea un “perdón” casi imperceptible. “Y
usted, señorita, ¿lo perdona?” Digo que no, que una disculpa no me
basta.
En la comisaría otro policía toma mi denuncia. Le cuento que este sujeto
me tocó el culo. El policía pregunta: “¿Y qué más?” Veo en sus ojos lo
que quiere decirme: “Es normal, pelotuda, ándate acostumbrando. Son
siete millones de chilenas en las calles. Imagínate si todas
denunciaran, colapsaría el sistema, los policías acabarían convertidos
en perritos falderos, guardianes de culos.” Toma la denuncia de mala
gana, como si fuera una alucinación mía, un comentario burgués, una
exageración de clase.
Desde entonces me han vuelto a agarrar el culo tres veces en espacios
públicos: en Chile, Bolivia y en Dinamarca (¡este verano!). En estas
ocasiones he respondido con golpes, lo más fieros posibles, asumiendo
que la respuesta violenta es lo único que me queda, y que al menos me
sirve para soltar momentáneamente la rabia.
Sólo momentáneamente, porque la rabia regresa al repasar esta historia.
Esta rabia que me da el recuento es también la rabia que me dan mis
privilegios y es la rabia que me da saber que somos tantas que es
imposible hacer recuentos. La verdad es que no sé qué hacer con la rabia
ni tampoco sé medir sus consecuencias, cuando escucho y hablo de lo que
ha sido silenciado y cuando tengo que insistir en su desnaturalización
(empezando por la mía). Creo que al escribirla deja de ser mi problema. Y
quiero hablar desde un lugar no victimizante, pero que al mismo tiempo
no convierta la no-victimización en un lugar de silenciamiento.
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