El domingo amaneció nublado. Hoy el sol
es tibio. Poco a poco hemos ido entrando en un tiempo más confortable,
un tiempo en el que el fuego ha ido bajando sus grados como por una
escalera que nos conduce ya, de forma inexorable, hacia el recogimiento
de los días laborables y el reinicio del año. Porque la vida comienza
ahora, como el curso. Y aunque nos hayamos dotado en nuestro calendario
de otras fechas para marcar los tiempos, durante estos días la
Naturaleza reclama a través de sus vasos linfáticos esenciales que somos
parte de ella. Y con ella andamos ya removiéndonos en ese corto espacio
que nos lleva a la sementera, a la fecundación, a la génesis humosa del
renacimiento de la vida.
En algunas personas este tiempo
lánguido y difuso provoca una extraña sensación de abatimiento y
tristeza. Sienten que el cuerpo pesa y también los días, mientras
contemplan, al atardecer, los cielos enrojecidos con trazos rugosos y
finísimos, densas veladuras violetas, negro y añil, hacia el Sur. Y
apenas sin darnos cuenta podemos entrar en un tiempo depresivo que
debemos clarificar cuanto antes para no sufrir inútilmente: en octubre a
veces nos sentimos invadidos por cierta nostalgia, consumiéndonos en el
recuerdo vivo de lo que ya no volverá. Nos encontramos desorientados y
sin saber bien qué nos pasa.
Ocurre sencillamente que nos hallamos
inmersos en el ciclo vital de la Naturaleza y de sus tiempos. Algo ha
terminado y nos resistimos al cambio que al final acabará apoderándose
de nuestros cuerpos por sus puntos más frágiles. Se está originando ya
un mundo de identidades múltiples, híbridas, impuras, nuevas. Y nosotros
nos sentimos más vulnerables. Aún no reconocemos lo inquietante que hay
en la belleza de lo cotidiano y nuevo y solo descubrimos lo cerca que
estamos del horror. Probablemente entonces deberemos callar un poco,
esperar un poco, dejar que el silencio nos permita reposar y comenzar de
nuevo.