Imagine que a su compañero de despacho la empresa le ofrece un cargo de responsabilidad. Su compañero acepta (la responsabilidad y el sueldo
asociado a esta) porque en líneas generales se considera capacitado
para el desempeño de esa función. Pero aunque aparentemente es un tipo
cualificado, su compañero comete faltas de ortografía, no sabe trabajar
con documentos de excel, las cuentas no son lo suyo… En un entorno
razonable, no durará ni tres meses en ese nuevo cargo.
Imagine ahora que viviéramos en el mundo al revés y que ese compañero al que le han ofrecido un puesto de responsabilidad fuera plenamente consciente de sus carencias
y de que, por tanto, estas lo inhabilitan para el ejercicio de ese
cargo. En tal caso, su compañero aceptaría el puesto ofertado (y el
sueldo correspondiente), pero pondría a su jefe una condición sine qua non: contratar simultáneamente a tantos asesores como lagunas presentara para garantizarse la excelencia en el desempeño de sus tareas. La empresa aceptaría encantada dichas condiciones en aras de esa excelencia.
Suena a chiste, ¿verdad? ¿A qué le sonaría si supiera que es usted
quien con su sueldo tiene que pagar a esa cohorte de
asesores? Posiblemente la cosa perdería parte de la gracia.
Pues créanme, está ocurriendo. En concreto, los ciudadanos de este país pagamos con nuestros impuestos a los 82 asesores directos (sí, 82) de nuestro presidente del Gobierno, Mariano Rajoy. También pagábamos a los 56 (sí, 56) de José Luis Rodríguez Zapatero.
Tras mucho devanarme los sesos no sabría decirles cuál es el número
de asesores necesario para que un presidente del Gobierno español salga
airoso del trance. A juzgar por la brillantez de nuestra política en los últimos años, es probable que incluso se hayan quedado cortos. Desconozco también si el número de asesores es directamente proporcional a la capacidad de toma de decisiones de cada uno (¿o
tal vez sea inversamente proporcional?). Me pregunto sobre qué asuntos
reciben asesoramiento ‘directo’ nuestros jefes de Gobierno aunque, por
el número de mentores, es de suponer que incluso la ubicación de la raya
del cabello adquiera la dimensión de cuestión de Estado. Y, sí, también me pregunto por el número de asesores que tendrá cada ministro, cada secretario de Estado, cada director general…
La buena noticia es que con mimbres como estos -y quien dice mimbres
dice asesores- usted (y yo) podríamos ser mañana presidentes del
Gobierno. Aunque pensándolo bien, si esta es la buena noticia, ¿dónde
están las malas?