en el libro inédito de ESPERANZA TORRES 2002.
ESPERANZA TORRES 2002.
mayo de 1985
"
No es fácil mantener ahora la conversación. Entramos en un terreno
delicado en el que Monteseirín sabe que debe andar con pies de plomo y
no puede decir ciertas inconveniencias, so pena de reabrir heridas que
tal vez a estas alturas ya no tengan mucho sentido . Sé que tendré que
sortear las poses de la charla e insistir una y otra vez si quiero que
este relato sea lo más fiel a su percepción y no a lo que todos hemos
leído y escuchado de lo que ocurrió y ocurre dentro de su propio
partido.
Me dice que no le gusta mirar atrás en la política, que no
le gusta meter el dedo en la llaga, pero a poco que echa una ojeada le
asaltan lo
s recuerdos, los momentos de
tensión, el pulso permanente al que asistió primero como observador y
más tarde como actor directo.
El papel de Alfonso Guerra fue
durante mucho tiempo indiscutido en el seno del partido. La estrategia
guerrista se basaba en la disciplina, en la idea de que la dirección
tenía que imponer los criterios, porque había sido elegida para ello.
Era un concepto menos participativo pero sin duda más eficaz y no se
cuestionó en los primeros tiempos. Sólo cuando el PSOE empezó a crecer, a
tener conciencia de su importancia en Andalucía, a disponer de muchos
cargos públicos en las distintas instituciones, sólo cuando empezó a
consolidarse el proyecto, surgieron las primeras críticas.
En la
memoria tiene presente una de las primeras conspiraciones, como las
llaman en el partido, contra Rafael Escuredo. “En ésa participaron desde
Alfonso Guerra a Pepote (José Rodríguez de la Borbolla) y mucha gente
más... pasando por Manolo del Valle ; yo era el último de la fila. Se
decía que Escuredo se intentaba comportar de una manera indisciplinada,
que iba a su aire, que empezaba a ir por libre... y eso no gustaba nada
en la dirección del partido”.
La división entre los socialistas
andaluces que están en el Congreso de los Diputados y los que hacen
política en Andalucía es cada vez más evidente. Ya se había dejado
sentir inicialmente en diciembre de 1977 en Torremolinos donde se
constituye la Federación Socialista de Andalucía. Allí se estrenaría
Monteseirín como delegado en un congreso.
Hay siempre una primera
vez en todo y también una última, y éstas coincidieron en el hecho de
que compartiera habitación en el Hotel Griego con Manuel del Valle,
quien poco después, en 1979, sería presidente de la Diputación
Provincial de Sevilla, el primero de la democracia. “Fue una novatada”,
me comenta con cierta sorna, “pero tuvimos ocasión de hablar de muchos
futuribles. Recuerdo que le pregunté:’Manolo, ¿ tú qué vas a ser: ¿el
alcalde socialista de Sevilla?’. ‘Eso dicen los que no me quieren’. Me
contestó.” La relación entre ambos no pasó nunca más allá de una noche
compartida en la Costa del Sol. Para Alfredo era una de las claras
referencias del ámbito municipal, incluso antes de la legalidad, porque
su profesión de abogado le había permitido participar en diversas causas
representando intereses vecinales, pero coincidieron poco en las
posiciones internas del partido. Reconoce que es uno de los dirigentes
históricos socialistas pero que siempre prefirió estar en segunda fila.
Fue el que hizo la famosa “foto de la tortilla” con la cámara de Pablo
Juliá. “La gente que no le quiere bien, dice que él hizo la foto para no
salir en la foto... vaya a ser que la policía los detuviera y lo
cogieran por eso...”, puntualiza. Bromas aparte, Monteseirín le otorga
el mérito de haber aprovechado muy bien la posición fuerte del PSOE en
las dos legislaturas en las que obtuvo la alcaldía de Sevilla
(83-87,87-91) y de haberse mantenido siempre en una postura interna con
continuidad. A pesar de que no mantuvieran el mismo criterio.
Del
Valle era guerrista, como también lo eran Miguel Ángel Pino, el hombre
que lo llevó de la mano en la Diputación Provincial cuando en 1983, en
sus segundas elecciones municipales (en las que por cierto, trabaja como
coordinador de la campaña para el partido), repite como concejal en
Burguillos y es nombrado diputado provincial, o como Paco Moreno, el
secretario general del PSOE en Sevilla, en cuya ejecutiva, en esos años,
Monteseirín figuraba como secretario de política municipal. Claro que
entonces, todos, “salvo quizás Rafa Escuredo” eran guerristas, hasta
Borbolla, que fue creyéndose cada vez más que desde Andalucía se podía
organizar el partido de otra forma, con otro estilo, y se fue alejando
poco a poco de su posición de origen.
“Eso en el fondo no era más
que una lucha de poderes. Alfonso Guerra no quería perder el control del
partido y menos en Sevilla. Él había sido siempre el ‘alma mater’.
Actuó intentando preservar un modelo de partido que dio resultados en
los primeros años de la democracia y que fue muy eficaz desde el punto
de vista electoral. Pero todo esto era bastante incompatible con los
tiempos “autonómicos” que nos tocaba vivir. Además, no hay que negarlo,
todo ello venía condicionado por una serie de aspectos y de afinidades
personales”. El análisis es conocido. Las primeras diferencias acabaron
convirtiéndose en un auténtico pulso entre Guerra y Borbolla que
desplegaron a todos sus efectivos para demostrarse entre sí la fuerza
que tenían detrás. No se podía ser neutral. No dejaban serlo. O se
estaba a un lado o se estaba al otro.
Fueron años de tensión y de
crisis que no tuvieron traducción en las urnas pero que sí ocasionaron
un fuerte desgaste personal. A Monteseirín la batalla le cogía en
terreno guerrista: la Diputación. Alfredo había manifestado siempre una
gran admiración hacia Borbolla, secretario general del partido en
Andalucía, con quien mantenía una estrecha relación. Su estímulo le
ayudó a seguir en política, a él lo llamaba siempre en sus mítines en
Burguillos, de él había aprendido incluso esa forma curiosa que tiene de
arremangarse y de dirigirse al grupo. Se sentía más cercano a él, a su
forma de entender las cosas, de enfocar el futuro.
Los borbollistas sintieron en un momento determinado que harían valer
sus tesis. Craso error. El estratega siempre fue Guerra, que haciendo
honor a su apellido no la daría por perdida hasta no agotar el último
cartucho. El congreso provincial del partido en Sevilla el 31 de marzo
de 1985 tensó la cuerda hasta límites insospechados. Monteseirín estaba
en la ejecutiva provincial cuando le llamó Pepe Caballos para que
formara parte de la lista que quería presentar al Congreso. Caballos
tenía con él una gran amistad personal. Formaba parte de la FETE-UGT,
como su padre Juan Luis Sánchez Centeno, como Pepe Valle, como Gracia,
la mujer de Borbolla, como Ángel López (el que fue portavoz socialista
en el primer Parlamento andaluz y después su presidente) o José Luis
López... pero no se pusieron de acuerdo. “Le dije que quería dedicarme a
mi ámbito profesional, a las políticas sociales, le pedí que me
incluyera como secretario de política social y a Caballos aquello no le
gustó. Me dijo que siguiera en política municipal (en el mismo cargo que
ocupaba en la ejecutiva con Paco Moreno), que tenía pensado para las
políticas sociales a Pepe Valle... Así que no entré en sus planes”.
Caballos ganó el congreso “de calle”, con el noventa por ciento de los
apoyos. El partido en Sevilla había osado a enfrentarse a Guerra y lo
había vencido utilizando el arma más poderosa en esos momentos: un
congreso provincial. Pero la victoria no duró ni cuatro meses. Ni
tiempo tuvieron para saborearla. En esos meses se repitieron las
reuniones en paralelo a la que inicialmente celebraron en el bar Los
Corales Alfonso Guerra, su hermano Juan, Paco Moreno y Miguel Ángel
Pino, para estudiar la manera de poner fin a la rebelión. Después
vendrían los encuentros en el Hotel Portacoeli y las filtraciones a la
prensa. Así, el 27 de julio, de forma casi inexplicable, el mismo
congreso que respaldó a Caballos lo defenestra sin que nadie se
despeine. El secretario general se llama ahora Manolo Fernández, el
hombre impuesto por Guerra. “En aquel momento no entendía nada. No
entendía cómo la gente estaba en una determinada orientación y cómo al
cabo de unos meses todo da un vuelco espectacular”.
El pulso se
había perdido. Los periódicos subrayan que Borbolla entrega en bandeja
la “cabeza del Bautista”, la de Caballos, que acepta casi sin rechistar
el destino que le aguarda. Monteseirín reconoce que esas circunstancias
se escapaban a su control. “No entendía cómo Caballos actuaba como
sacerdote de su propio sacrificio, diciéndonos a todos que por el bien
del partido no podíamos ir a la confrontación, que la indignación que
sentíamos en esos momentos no podía manifestarse diciendo no, que no
podíamos resistir insistiendo que éramos el noventa por ciento frente al
diez. Que se trataba de que la crisis en Sevilla no supusiera también
una crisis en Andalucía y un estallido después en España”. A Caballos le
costó convencerlos, incluso tuvo que imponerlo en algunos casos (no sin
lágrimas en los ojos en ciertos momentos), pero dejó zanjada la
cuestión... temporalmente.
Fue el principio del fin de la era
Borbolla. Se ganaban elecciones generales, autonómicas y municipales y
sin embargo no se lograban vencer las diferencias internas. Se ve que a
los partidos políticos les gusta complicarse la existencia cuando fuera
no tienen problemas..... Y todo para que al final, la crisis que
pretendían evitar a toda costa acabase estallándoles encima.
“Eso
fue lo que mucha gente reprochó a Pepote, no sé si con razón o sin
ella... Ahora soy más comprensivo quizás por mi propia experiencia”,
reflexiona. “Pepote siempre pensó que cediendo, que entregando algunas
partes, algunos peones, iba a evitar que al final llegaran a él. ¿Me
explico?.... Que soltando lastre él iba a salvarse, iba a salvar la
situación. Y no. Soltó y soltó hasta que llegaron a él y le quitaron
primero de secretario general del PSOE-A y después de presidente de la
Junta. Sólo sirvió quizás para dilatar en el tiempo lo que se veía
venir”.
El 85 fue un mal año político para una generación que vio
frustrado su ascenso. Se frenó en seco la carrera de muchos cargos
públicos, como el propio Monteseirín, al que forzaron a detener su
marcha por exigencias de un guión que escribieron otros. Seguía en la
Diputación, pero sus aspiraciones no podían ser ya las mismas. Durante
seis años el grupo de los apartados no hacía otra cosa que lamentarse
por la situación. Los habían dejado atrás, los retiraron de las
responsabilidades en el partido y los ignoraban en las decisiones.
Probablemente aquellos años fueron los peores para él. Nada le
funcionaba. Ni política ni siquiera personalmente. Alfredo y Ulla se
casaron el Domingo de Resurrección de 1982, después de diez años de
novios y de una relación condicionada sin duda por la actividad política
de él. Compartían ideales, militancia y hasta cargos públicos: los dos
eran concejales de Burguillos, pero la intensidad que cada uno ponía en
ello era muy distinta. Habían crecido juntos en todos los sentidos y
pensaron que su boda era una consecuencia natural y evidente. Al año
del enlace nació Juan Luis y Ulla se volcó en su crianza, mientras
Alfredo, reconoce, estaba en otros menesteres, absorbido por la
política, por su pase a la Diputación Provincial, por los vaivenes del
partido, “estaba muy distraído, muy en otras cosas”. Para los padres de
Alfredo, Ulla era una hija más, y para Herminia y Maria Teresa, una
hermana, por lo que el golpe familiar fue tremendo cuando anunciaron que
se separaban después de dos años y medio de casados.
En el
partido no le podía ir peor. Se había alineado a los borbollistas y
había perdido la apuesta. Descubrió por entonces el lado más cainita de
la política, el que había negado en sus tiempos de juventud, el que
había rechazado en sus discusiones con quienes intentaban convencerle a
él y a sus compañeros de que hay mucha miseria también dentro de todo
ello. “En aquellos momentos”, cuenta con la amargura del que tiene que
reconocer las cosas, “uno vive sus circunstancias, y ves que alguna
gente y que algunas cosas comienzan a defraudarte. Veías a gente muy
ambiciosa que no venía a aportar, sino a aprovecharse... mucho
oportunista, mucho trepa... El arribismo se vive, se percibe con dolor
cuando se está marginado de la organización. Se ve desde abajo y se ve
así... Sí, hubo un momento en el que descubrí la parte menos noble de
la política”.
El ostracismo, como él mismo lo define, duró seis
años, seis largos años para Monteseirín que se vio envuelto también en
una serie de intrigas, de tramas que no conducían a nada. Poco a poco se
fueron alejando de Borbolla al que responsabilizaron de haber llegado a
estos extremos. Para él además la situación era especialmente difícil.
Cada día tenía que mantener el tipo en la Diputación Provincial con
Miguel Ángel Pino de presidente, aunque reconoce que Pino le respetaba,
que no le hizo la vida imposible como ocurrió con otros socialistas que
acabaron abandonando la institución. Sin embargo, no era cómodo, para
nada. “Una vez, siendo aún presidente de la Junta Rodríguez de la
Borbolla, fui con otros dos diputados provinciales a solicitarle el
cambio. Quería abandonar la Diputación y trabajar en la administración
autonómica donde el ambiente parecía menos asfixiante. Le dijimos: ‘Mira
Pepe, esto es ya insoportable’. Caballos había dejado ya la Diputación y
nos encontrábamos cada vez más solos. Entonces, una señora que estaba
allí”, me cuenta sin citar el nombre a propósito (“porque ya no conduce a
nada”, reconoce), “nos dijo: ‘Bueno, ¿vosotros qué os habéis creído?
¿qué la Junta es un hospital de heridos de Guerra?’.... No había más
que decir y nos fuimos”.
Entendió entonces la frase de un viejo
político europeo: “Están los amigos, los enemigos y... los compañeros de
partido”. No fueron buenos tiempos, al menos para él y para los suyos.
Acabó harto de las conspiraciones y de las reuniones en las que se
planteaban estrategias de desgaste y decidió retirarse de la primera
línea. “Me di cuenta que dedicaba mucho tiempo a cuestiones menores...”,
lo dice con cierto titubeo, como si dudara de si en realidad eran o no
menores, y corrige: “... a cuestiones internas, tanto dentro de la
institución como en el partido. Me planteé si merecía la pena cuando me
di cuenta que me absorbía demasiadas energías... Entonces tomé la
decisión de jugar en ese campo sólo lo imprescindible.”
Esa
opción de cierto distanciamiento le provocó algún que otro reproche.
Había habido mucha gente malherida en el enfrentamiento entre las
familias socialistas y parecía que todos tenían que formar parte activa
de una o de otra. Se convirtió en un superviviente en la Diputación y
prefirió dejar que maquinaran otros. Insiste en que siempre estuvo al
lado de su grupo de sintonía, de sensibilidad, pero que dejó de
participar en aquellas reuniones en las que sólo se discutían problemas y
cuitas internos. “Yo estoy, me señalo si hace falta”, lo dice como si
en algún momento se hubiera puesto en duda su fidelidad, “pero nunca he
sido activista... no me motiva, no sirvo. Quizás por actitud vital,
porque no me he entrenado para ello... por lo que sea.”.
Aquellos años le sirvieron para comprender que las relaciones en
política no son ni lo que parecen ni siquiera lo que deberían ser. Hubo
tensión, malestar y, reconoce, mucha politiquería en los dos bandos,
pero me asegura, tajante, que jamás pensó en retirarse. “No vi
persecución personal y visto con perspectiva: yo antes pensaba que
tenía toda la razón... ahora que quizás no la tuviera. No, no iban
contra mí. Era un choque de conceptos distintos de organización, aunque
también, no lo voy a negar, tenía mucho de componente personal.”
Y así pasaron seis años. Los seis más difíciles de su etapa personal y
política, de la que a pesar de todo se siente satisfecho. En el partido
estaba en minoría y eso le hizo mirar a otro lado: al trabajo de la
Diputación y a la necesidad de reorganizar su vida..